domingo, 27 de septiembre de 2015

AFRICANO


   Pertenecemos a un lugar de la memoria al que estamos constantemente regresando. Es el viaje que da sentido a la vida. Por eso nos reconocemos fácilmente en la exploración seductora de nuestra infancia, aquellos años que vivimos en una despreocupación placentera. Si además a uno le toca un padre ausente, exiliado en tiempo de guerra, hundido en otro mundo, apartado de su mujer y sus hijos, que es médico itinerante y total (desde el parto hasta la autopsia) por la naturaleza abierta del África occidental, como es el caso del escritor francés J.M.G. Le Clézio, un padre con el que se encuentra a los ocho años al mismo tiempo que con la selva y la sabana y con nuevos amigos procedentes de las tribus de los ibos y los yorubas, ese pasado recurrente se convierte entonces en algo más, en memoria literaria, con los ingredientes necesarios para culminar en un libro completo, como es el caso.

    En esta ruta literaria que nos lleva hasta El africano, el gran pequeño libro de Le Clézio, leemos el recuerdo de un hombre y un tiempo y la hermosa descripción de un lugar de horizontes lejanos, cielos vastos y extensiones inabarcables, praderas de hierba y montañas por donde durante el día se caminaba, a pie o a caballo, sintiendo la libertad, y por la noche se dormía al raso, bajo un árbol o colgando la hamaca en una choza de barro seco y hojas.

   Al mismo tiempo, la extrañeza, la dureza de la mirada, la severidad del aspecto de ese padre señalado por la vida africana, por el clima ecuatorial, por el contacto directo con los que sufren, dejan también su huella emocional en la escritura de Le Clézio, como si estuviese fijada en un sueño o en una búsqueda. Por lo tanto, se trata de un acercamiento a la vida salvaje, pero no más salvaje que la de París, pero también de un recuerdo sentimental, todo ello hermosamente narrado con verisimilitud, descrito con una capacidad expresiva que parece emanar de la parte africana del propio autor y que apenas permite que nos distraigamos brevemente en la contemplación de algunas imágenes en blanco y negro que ilustran los capítulos de este bello testimonio de aventura y admiración filial. Aunque sean imágenes nostálgicas y evocadoras tomadas con una vieja cámara Leica con fuelle por el mismo padre del autor en su amargo exilio africano. Porque preferimos ilustrarnos leyendo, preferimos viajar, palabra a palabra, hacia pueblos cuyos nombres nosotros también debemos anotar en los mapas para ser recordados. No en vano, a J.M.G. Le Clézio se le otorgó el Premio Nobel en 2008, entre otras cosas, por ser un explorador de la humanidad, dentro y fuera de la sociedad dominante.

viernes, 4 de septiembre de 2015

ESCRIBIR EN UNA ISLA


    Es aquí donde todo empieza o termina, en medio del océano. Es un límite para el que navega y para el que permanece en la orilla y lo demás no son más que leyendas. Haber amado un horizonte es insularidad, dice el poeta Derek Walcott, que nació en la pequeña isla volcánica de Santa Lucía. Pero también dice este Ulises antillano que el horizonte se hunde en la memoria. Entonces, ¿escribimos libros azules desde la orilla? Los poetas insulares prueban la fuerza de su mano en una inmensa página líquida, como si estuviesen persiguiendo ballenas blancas, como si estuviesen rezando la odisea infinita en una ermita rocosa. Es la necesidad de la isla, desde donde Walcott cree que uno puede abandonar la escritura y convertirse así en el mejor lector del mundo. Es un naufragio consentido. Estamos en la isla para dejar nuestros nombres en la arena y escuchar el ruido elemental de la espuma en el arrecife. Miramos lo que llega en el rizo de la ola. La poesía es una isla, insiste el pescador de travesías, y Omeros se desata en la brisa para viajar lejos. Es un poeta ciego por la luz exagerada en el Caribe o en el Atlántico, lejos del Mediterráneo, y canta un verso que desea ocultar el secreto de las mareas: ¡Qué perdidos están los leviatanes que ya no buscamos! Walcott, el viajero afortunado, olvida la muerte de los archipiélagos a través de los siglos, aunque conoce la prosa del miedo al rayar el alba. Sabe que escribir en una isla es caminar con alas para cambiar ese amor al océano que no es sino amor propio. Porque la isla es un destino, no es un lugar.