Es
aquí donde todo empieza o termina, en medio del océano. Es un límite para el
que navega y para el que permanece en la orilla y lo demás no son más que
leyendas. Haber amado un horizonte es insularidad, dice el poeta Derek Walcott,
que nació en la pequeña isla volcánica de Santa Lucía. Pero también dice este
Ulises antillano que el horizonte se hunde en la memoria. Entonces, ¿escribimos
libros azules desde la orilla? Los poetas insulares prueban la fuerza de su
mano en una inmensa página líquida, como si estuviesen persiguiendo ballenas
blancas, como si estuviesen rezando la odisea infinita en una ermita rocosa. Es
la necesidad de la isla, desde donde Walcott cree que uno puede abandonar la
escritura y convertirse así en el mejor lector del mundo. Es un naufragio
consentido. Estamos en la isla para dejar nuestros nombres en la arena y
escuchar el ruido elemental de la espuma en el arrecife. Miramos lo que llega
en el rizo de la ola. La poesía es una isla, insiste el pescador de travesías,
y Omeros se desata en la brisa para viajar lejos. Es un poeta ciego por la luz
exagerada en el Caribe o en el Atlántico, lejos del Mediterráneo, y canta un
verso que desea ocultar el secreto de las mareas: ¡Qué perdidos están los
leviatanes que ya no buscamos! Walcott, el viajero afortunado, olvida la muerte
de los archipiélagos a través de los siglos, aunque conoce la prosa del miedo
al rayar el alba. Sabe que escribir en una isla es caminar con alas para
cambiar ese amor al océano que no es sino amor propio. Porque la isla es un
destino, no es un lugar.
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