viernes, 4 de septiembre de 2015

ESCRIBIR EN UNA ISLA


    Es aquí donde todo empieza o termina, en medio del océano. Es un límite para el que navega y para el que permanece en la orilla y lo demás no son más que leyendas. Haber amado un horizonte es insularidad, dice el poeta Derek Walcott, que nació en la pequeña isla volcánica de Santa Lucía. Pero también dice este Ulises antillano que el horizonte se hunde en la memoria. Entonces, ¿escribimos libros azules desde la orilla? Los poetas insulares prueban la fuerza de su mano en una inmensa página líquida, como si estuviesen persiguiendo ballenas blancas, como si estuviesen rezando la odisea infinita en una ermita rocosa. Es la necesidad de la isla, desde donde Walcott cree que uno puede abandonar la escritura y convertirse así en el mejor lector del mundo. Es un naufragio consentido. Estamos en la isla para dejar nuestros nombres en la arena y escuchar el ruido elemental de la espuma en el arrecife. Miramos lo que llega en el rizo de la ola. La poesía es una isla, insiste el pescador de travesías, y Omeros se desata en la brisa para viajar lejos. Es un poeta ciego por la luz exagerada en el Caribe o en el Atlántico, lejos del Mediterráneo, y canta un verso que desea ocultar el secreto de las mareas: ¡Qué perdidos están los leviatanes que ya no buscamos! Walcott, el viajero afortunado, olvida la muerte de los archipiélagos a través de los siglos, aunque conoce la prosa del miedo al rayar el alba. Sabe que escribir en una isla es caminar con alas para cambiar ese amor al océano que no es sino amor propio. Porque la isla es un destino, no es un lugar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario