Crees que vas a hacer un viaje, pero enseguida el viaje es el que te hace, o te deshace. Eso
decía Nicolas Bouvier y desde que pudo no dejó de viajar por los caminos del
mundo. Veinticinco años después de su alucinante estancia de siete meses en un
cuarto barato en la isla de Celilán (la actual Sri Lanka) publicó El pez escorpión, un libro imprescindible que
parece escrito con la delicadeza y la precisión de un entomólogo, el eco rescatado de aquella aventura existencial. De su
experiencia en medio de un largo viaje desde Venecia, mientras aguardaba para seguir
hasta Japón, nos queda este relato de encuentros banales, el vagabundeo en un
océano de gente modesta atenta a sus necesidades y las ensoñaciones febriles de un hombre en la penumbra azul de una isla (su isla ya) de olores vehementes, que para él es un derroche de
belleza inútil. Cuanto más leemos, más nos atrapa la necesidad de escribir del
autor mientras espera que la salud vuelva, con una jarra de té negro al lado,
en medio de una densa selva que todo lo decora y lo devora, tratando de sobrevivir con amargura a lo real y lo oculto. Compartimos forzosamente su peripecia vital, hundidos en el calor húmedo de su memoria hechicera, aliviados de cuando en cuando por el aire marítimo y empapados en los días del monzón. Porque también nosotros, los
lectores, desplegamos una geografía propia, una razón para llegar más allá. Es
natural.
Bouvier quería viajar para
aprender y nadie le había enseñado lo que estaba descubriendo en la isla. A
veces es así: se camina sin avanzar, se da vueltas a la mente y se abre un
paisaje interior que busca la efímera frescura de lo cotidiano, de lo que
sucede, de la isla que buscamos sin saber que ya hemos llegado hasta allí. Viajar es interrumpir la erosión de la vida. Es
como si tuviésemos un pez escorpión dando vueltas en un frasco de pepinos
preciosamente arreglado con coral y arena fina y de vez en cuando nos acercásemos a
él para pegar el rostro al vidrio y liberar los impulsos del corazón. Los días
se van así, mirando lo que hemos vivido y procurando atrapar sus ideas a lo
largo del camino. Ahora lo sabemos, gracias a la vida viajera de este escritor suizo
que parece pesimista en la isla de la sonrisa: basta murmurar un mantra para
atravesar la noche como una centella. No se viaja para adornarse de exotismo y de anécdotas. Pero todo será un recuerdo que podremos
contar. Hay que ver. Buen viaje.