Así llaman los maoríes al océano Pacífico: Moana-Nui-o-Kiva. Para recorrerlo lentamente, a través de más de
cincuenta islas, cargando con un kayak plegable, alguien debe tener la
curiosidad mental y física de un viajero de verdad, de esos que no saben dónde
van, como el escritor Paul Theroux, también lector confeso de Malinowski en las
Trobiand. Esa experiencia por el gran
mar, la infinita búsqueda del paraíso, la describe en un libro fascinante: Las islas felices de Oceanía. La vida
abandonada en un espacio libre es más un sentimiento que una realidad, como la
ausencia de una economía monetaria. Pero siempre nos quedará una parte de ese
sueño vagando sobre las olas, a pesar del rumor de la presencia de caníbales
inexistentes. Por eso, como si todo fuese vida salvaje (que no lo es ni en
Nueva Zelanda, ni en Samoa, ni en Fiyi, ni en Tonga, ni siquiera en la enigmática
isla de Pascua), nos acercamos con agrado a la lectura de lo que acontece en
una aldea de chozas con techos de palmas detrás de una hermosa playa de arenas
blancas donde los hombres recogen cocos bajo un cielo soleado, elaboran la
copra y salen a pescar al borde del arrecife de coral, en las aguas azul
verdosas de la laguna. Nos sorprende saber que en algún lugar de Melanesia, por
ejemplo, el concepto de humanidad no existe fuera de la propia tribu, como si
los otros fueran otra especie.
Es extraño y nos seduce, aunque Theroux dice
que una isla de cultura tradicional no puede ser idílica. Porque la vida se
esfuerza en ser real, aunque parezca anclada en el pasado; no es algo contado
por un tusitala como Stevenson, un
narrador de historias en los Mares del Sur. Ocurre en cualquier parte y está
llena de incidentes. Pero cuando lees sobre toda esa exótica existencia,
piensas que el mundo puede ser una bonita isla vacía hacia la que emprender un
viaje para alejarte improbablemente de la civilización. Así lo pintó Gauguin: ¿De dónde venimos, qué somos, adónde vamos?